Retomemos la historia donde la dejamos la última vez. Jueves por la noche, de camino a mi casa, concretamente, en mi ascensor. Mi camarero-repartidor-yogurín y yo estábamos la mar de entretenidos con nuestros cuerpos delante del espejo. ¿Recordáis? De repente, se abrieron las puertas del ascensor. Habíamos llegado a mi planta. Esperando, en el descansillo, con la bolsa de basura en la mano, estaba mi vecina con su bata y sus zapatillas. Me cerré la camisa como pude y salí del ascensor con la máxima dignidad posible. Estire de la mano de Pablo y musité un ‘Buenas noches, Carmen’, mientras nos escabullíamos hacia mi piso, entre risas.
Abrí la puerta, mientras me temblaban las manos, sumida en mi propia excitación, los nervios y ese puntito de vergüenza, que me había entrado tras haber sido casi-pillada, dándome el lote en el ascensor, con un chico al que doblaba en edad. Cerré la puerta, mientras Pablo me miraba, mordiéndose el labio y con una mueca muy graciosa que expresaba también esa mezcla de apuro-vergüenza-nervios-excitación. Lo atraje hacia mí, le acaricié ese pedacito de labio que se había mordido segundos antes, haciéndolo parecer tan sexy y tímido… Me sonrió, me rodeó con sus brazos y me levantó del suelo para llevarme hasta el sofá.
Sí, como podéis ver, no nos andamos con rodeos. Pese a que sufrimos una incómoda, pero divertida, interrupción, seguimos donde lo dejamos. Estoy descubriendo una parte de mi misma, que es sorprendentemente atrevida, segura de sí misma y a la que incluso, le dan morbillo situaciones como la de hoy. No sé si fue eso, o las ganas de consumar mi fantasía, pero necesitaba besarlo, tocarlo y sentirlo cerca de mi piel.
Queda claro que las fantasías, fantasías son, y que Pablo no era el repartidor de colchones de la tienda online, que había estado visitando, sino el sobrino de 23 años de Marisa. Un universitario, que trabaja de camarero para pagarse la carrera, y que a riesgo, de repetirme como el ajo, estaba como un tren. Uy, Marta, ¡qué viejuna ha sonado esa expresión! Puedes cambiarla por ‘estar como un queso’ o ‘estar para mojar pan’, elige la que quieras. La cuestión es que ahí estaba yo, retozando en el sofá con Pablo, como si fuera una de sus compañeras de clase. Sí, me sentía como una post-adolescente, enrollándose con el chico guapo de la fiesta, aún con la ropa puesta.
Eso no duró mucho. No tardaron en salir volando su camisa y la mía. Mi falda, en cambio, seguía puesta, pero parecía que quería sustituir a mi blusa de lo subida que la llevaba ya. No quiero entrar en detalles íntimos, esos mejor os lo dejo a vuestra imaginación. Que soy una señora, y a mi a discreta no me gana nadie. Sí, aunque me hayan pillado saliendo del ascensor un poco traspuesta… Bueno, prosigamos. A Pablo, pareció no importarle que hubiera marcos con las fotos de mis hijos en todo el salón, que hubiera estado casada y que mis retoños tuvieran su edad. Al contrario, me parece que se excitó más. Confirmado, le gustaban las maduritas o las MILF, como me comentaría a la mañana siguiente, mientras se vestía para irse a clase. ¿Qué narices es eso de MILF? Imagino que será otra manera de llamar a las mujeres de mi edad, que todavía están de buen ver. Aún así lo buscaré en Internet, porque eso tiene que ser una expresión en inglés o unas siglas.
A lo que iba, que me voy por las ramas. Pablo, al darse cuenta que mi falda quería sustituir a mi blusa y que la tenía arrebujada a la altura de la cintura, decidió levantarse y estirar de ella hacia abajo. Se quedó un momento mirándome en ropa interior, mientras yo le observaba, ahí de pie, como un Adonis o uno de esos actores de las películas italianas de los 60. No demasiado musculoso, pero tremendamente varonil y sensual. Volvió al sofá. Mi nuevo sofá cómodo y enorme. Un chaise longue, que acababa de comprar, y que me trajeron a casa dos señores la mar de majos y campechanos, no un repartidor macizo.
Yo seguía acostada en el sofá, observándolo. Él, se arrodilló junto a mis piernas. Tomó uno de mis pies y se lo acercó a los labios, besándolo y siguiendo un recorrido ascendente, directo a mis rodillas. Se acercaba a mi cada vez más y sus labios, intrépidos, seguían avanzando por el interior de mi muslo. Era el primero que me besaba así, desde que lo hiciera mi ex-marido. Estaba nerviosa, pero no quería que parara. No supe, hasta aquel momento, lo que puede costar abrirse a nuevas experiencias y a nuevos amantes. Intenté relajarme, pero mi respiración irregular y agitada, amenazaba con interrumpir los latidos de mi corazón.
Pablo notó mi agitación y me preguntó, si iba todo bien o necesitaba que parara. De mis labios, brotó un inhóspito, ‘¡ni se te ocurra!’ y un sonido, que no supe cómo interpretar. ¿Era una risa? ¿Un gemido? ¿Un gritito asustado? ¿Una mezcla de todo ello? Pablo, en ese momento, parecía más maduro y preparado que yo. Atrás quedaba la torpeza de nuestros primeros besos y caricias. Ahora, mientras yo temblaba y temía por mi respiración, él avanzaba seguro entre mis muslos, mientras me susurraba, pidiéndome que me dejara llevar y disfrutara.
Cerré los ojos, respiré hondo y traté de concentrarme en la suavidad de sus labios, en las sensaciones que estaba experimentando y en lo cerca que se encontraba de mis braguitas. Debo reconocer, que éstas eran especialmente bonitas y que habían sido otra de las cosas que había decidido cambiar. Primero mi ropa interior, después los muebles y la decoración. No sé si la ropa interior bonita y sexy la compramos para los demás o para nosotras. Creo que a ellos no les importa demasiado lo que llevemos puesto. La compramos para sentirnos poderosas y deseadas. La ropa interior de encaje tiene el mismo efecto que el pintalabios rojo, un buen perfume, un collar de perlas y unos tacones de infarto. Te suben la autoestima y la líbido, de inmediato. Te hacen sentir como una femme fatale de esas que salían en las películas de cine negro de los 40. Seductoras, de mirada felina y curvas escandalosas.
Esa noche de jueves pasamos de los besos y las caricias en mi entrepierna, a un sexo apasionado y frugal. Sin pretensiones. Sin expectativas. Sin ataduras. Sin amor. Sólo deseo. Un tipo de deseo nuevo y  hedonista, en el que quería profundizar y disfrutar, sin pensar en el futuro.
No voy a hacer de lo que pasó aquella noche de jueves algo romántico e idílico, pero donde yo veía estrías, arrugas y alguna cicatriz, él veía un terreno inexplorado, que ansiaba conocer, acariciar y besar. Yo nunca he sido una mujer insegura, pero debo reconocer que mi cuerpo no es perfecto y que a veces, he tenido cierta manía hacia alguna de sus partes. Hoy, no. Hoy me sentía como una diosa, deseada por un jovencísimo y atractivo muchacho desconocido, que quería experimentar y pasarlo bien. Sin más.
Sinceramente, nunca había visto el sexo de aquella manera. Nunca me había sentido tan guapa y deseada. Tenía claro, que esto iba a ser algo efímero y secreto. Un secreto entre Pablo, la señora Carmen y yo. Esa noche, sin duda, había marcando el principio de una nueva etapa de mi vida.
Última modificación: 15/06/2021