Marta, tu repartidor existe de verdad (Relato erótico)

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La última vez os conté un sueño. Un sueño recurrente, que me asalta últimamente, y que no ha abandonado aún mi subconsciente. Debe ser una señal. Estos últimos meses he estado pensando muy en serio en cómo volver a divertirme, conocer a gente nueva y vivir nuevas experiencias. Y eso, me parece que va a empezar por comprar el colchón, por si viene a traérmelo un repartidor guapo, que, al menos, me alegre la vista.

Debo confesar que, últimamente, he salido bastante con mis amigas y compañeras de trabajo. Algunas me han animado a apuntarme a una red de contactos, pero tengo que reconocer que a mi eso de contactar con alguien que no conozco por Internet, me da un poco de miedo. Prefiero conocer a la gente en persona y por eso, creo que la mejor manera de hacerlo es saliendo a tomar una copa con mis amigas y compañeras de la consulta.

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Y así fue como el pasado jueves por la noche, Marisa y Paula, mis compañeras y amigas desde hace 15 años, acabaron llevándome de copas a un local muy pijo en el centro. Había estado desconectada durante muchos años y ahora tenía que ponerme al día. No sabía ya dónde se salía y qué estaba de moda.

Una vez dentro, me acerco a la barra a pedir una copa, cuando me fijo en la cara del camarero, y me doy cuenta de que me suena de algo. Sí, me suena de mi sueño. Es el repartidor. No es que sea repartidor, sino que le conozco de vista y no se de qué. Y sí, ha aparecido en una de sus fantasías. Esto debe ser una señal. Una señal o mi subconsciente es demasiado listo y me está poniendo a prueba. Se acerca Marisa y coge de la cara al camarero yogurín y le planta un beso en la mejilla. Me lo presenta y resulta que es su sobrino, el hijo de su hermano mayor, que se ha puesto a trabajar de camarero para pagarse la universidad. ¡El protagonista de mis sueños húmedos es el sobrino de Marisa! Claro que lo conozco… De la fiesta sorpresa por su 50 cumpleaños del año pasado. No se si avergonzarme un poco de mi misma o ver esto como una oportunidad. Recordaba sus manos y sus ojos verdes, con destellos ambarinos.

Dicen que cuando sueñas, lo haces con caras conocidas o que has podido ver en tu día a día, aunque tu mente realice combinaciones aleatorias o los ponga en situaciones totalmente distintas. Pues eso es lo que pasó exactamente. Además, dicen que no sueñas con lo que quieres, sueñas con lo que deseas, aunque aún no lo sepas.

En ese momento, no deseaba nada más que conocer al camarero. No me reconozco. Igual esto se me estaba yendo de las manos. Pero igual le iban las maduritas y estaba soltero. No perdía nada por intentarlo, ¿no? ¡No! ¡Qué infantil, Marta! Deberías buscarte a uno de tu edad… Mi mente contradecía lo que estaba pidiendo mi imaginación y mi cuerpo. Me había cansado de ser prudente, madura y de pensar tanto las cosas. Hoy quería darme una oportunidad e intentar dar rienda suelta a mis fantasías, si mis flirteos eran correspondidos, claro.

Marisa se tomó una copa y se marchó pronto, yo me quedé con Paula un rato más, mientras intercambiaba miradas con el ‘camarero-yogurín-sobrino-universitario’ de mi amiga. Hice lo posible por quedarme hasta el cierre sin hacerlo demasiado evidente, ni parecer una acosadora. Paula tenía que irse a casa y yo hice como que pedía un taxi, mientras convencía a Paula de que podía marcharse y de que iba a estar bien. Vivíamos en extremos opuestos de la ciudad y le dije que no quería molestarla.

Aproveché el momento para hablar con Pablo (así se llama el camarero-repartidor de mis sueños). Con dos copas y un par de chupitos, sumados a mi vergüenza/excitación, tenía las mejillas más que sonrosadas y más osadía, de las que acostumbraba a tener. Luego se desmostraría que él tenía valor de sobra por los dos. Y sí, ahí estaba yo, intentando cargarme de valentía para no parecer una pardilla.

Cuando despedí a Paula en la puerta, volví a entrar. Pablo estaba recogiéndolo todo, mientras los últimos clientes iban marchándose. En fin, que me quedé a solas con él y me invitó a una copa, con el pretexto de que esperaba mi taxi. No, no lo esperaba. Lo esperaba a él. Terminó por darse cuenta de que no esperaba a ningún taxi y que sólo había sido un pretexto para quedarme y charlar. Muy inteligente.

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Se acercó a mí por detrás y me espetó un ‘¿qué tal si te llevo a casa?’, mientras me apoyaba la mano en el hombro. Eso podría tener un par de interpretaciones totalmente distintas: 1. Pensaba que había bebido demasiado y que me estaba poniendo pesada, o bien, 2. Le apetecía hacer algo más que llevarme a casa. Cerramos el bar y durante el trayecto en coche, nos mirábamos sin decir nada. El silencio era tenso y cada vez que le pillaba mirándome las piernas, la tensión subía y la temperatura, también.

Aparcó el coche frente a mi edificio e hizo el amago de despedirse. Le susurré al oído un ‘¿subes un rato conmigo?’. Me respondió con un beso, de esos que das, cuando llevas mucho rato aguantándote y te pueden las ganas. Desenfrenado, un poco torpe, pero muy dulce. ¿Puedes saber como besa un hombre en sueños, incluso antes de que suceda? Al parecer sí, y esta vez, sí que era real. ¡Me estaba besando con mi yogurín-repartidor-camarero! En su coche, como dos adolescentes después de una cita. Sin darnos cuenta, estábamos ya en el portal, besándonos en un rincón, como si el mundo fuese a acabarse mañana.

Estiré el brazo, llamé el ascensor y entramos. Entonces viví lo que no hubiera imaginado ni en un millón de años, y que más propio de mi vida, parecía sacado de una película erótica. Me abrazó por detrás y me puso frente al espejo del ascensor. Con un brazo agarraba mi cintura y con el otro, me abría los botones de blusa, mientras me besaba el cuello.

Abrí un momento los ojos y mire al espejo. Estaba despeinada, ruborizada y sorprendentemente, atractiva. Las manos de Pablo, un chico desconocido de 23 años y sobrino de mi amiga Marisa, avanzaban intrépidas, entre los botones y el encaje de mi sujetador. Pablo levantó la vista, nos miró, reflejados en el espejo, abrió un botón más de la blusa y susurró la palabra ‘Diosa’, mientras procedía a bajármela por el hombro para continuar besándome, como nadie, ni siquiera mi ex, lo había hecho nunca. Me estremecí de placer y cerré los ojos, hasta que se abrieron las puertas del ascensor. Habíamos llegado a mi planta. Lo que pasó luego, mejor, os lo cuento otro día…

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Última modificación: 15/06/2021

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